El mar, John Banville
Iniciamos la temporada 2016-17 con una obra deslumbrante. No es una obra de fácil lectura porque se trata de una novela intimista, en la que el narrador utiliza la introspección para recordar, donde además, pasado y presente se confunden y es más importante cómo se cuenta que la trama en sí. Sin embargo, después de comentarla en la tertulia y comprobar el interés que ha despertado, creo que no nos hemos equivocado en su elección.
El narrador, Max Modern, crítico en historia del arte acude a pasar una temporada a Bullyles, un pueblo costero irlandés. En este lugar cincuenta años antes fue testigo de un hecho trágico que lo marcó para siempre. Ha enviudado recientemente y se retira a ese lugar para evocar ese verano trágico de su pre adolescencia, “el día de la extraña marea” y también para recordar la enfermedad de Anna, su mujer y cómo se enfrentó a la muerte. Se hospeda en los Cedros y se asombra de lo poco que ha cambiado en cincuenta años. Tiene la sensación que ha llegado a su destino e inmediatamente acuden a su memoria los Grace: Carlo, Connie, sus hijos gemelos Chloe y Myles y la niñera, Rose. “El pasado late en mi interior como un segundo corazón”. En este lugar el tiempo se diluye y se mezclan el presente, es decir la pérdida de su mujer y el pasado, aquel verano de su infancia en el que se siente fascinado por esta familia y por la vida estimulante que llevaban. Banville aúna en su prosa reflexión y sensualidad. En la descripción de personajes, lugares y situaciones, observamos que las imágenes, los colores y olores adquieren un protagonismo superior al argumento. Hemos comentado reflexiones muy interesantes sobre el problema de la identidad personal, la enfermedad, el dolor y la muerte. Veamos algunos ejemplos. Sobre su identidad dice el narrador: “Desde el principio quise ser otra persona” o “Yo me conocía, demasiado bien, y no me gustaba lo que conocía”. Yo nunca tuve personalidad, no tal como la suelen tener los demás, o como creen que la tienen. Siempre fui un nadie inconfundible cuya mayor ansia fue ser un alguien vulgar. (Pág. 181). Sobre la muerte: “Llevamos a los muertos con nosotros hasta que también morimos, y entonces es a nosotros a quien llevan durante un tiempo, y luego nuestros portadores caen a su vez, y así sucesivamente en todas las generaciones imaginables…” (Pág. 102). Pero en la novela además del mundo metafísico, está el sensorial. Nos ha encantado la descripción de los olores. Dice Max: “Siempre he padecido lo que creo debe de ser una sensibilidad demasiado aguda a los aromas que emanan de la concurrencia humana. Me gusta por ejemplo, el olor marronoso del pelo de las mujeres cuando reclaman un lavado”. Su hija, Claire no huele a nada. Sin embargo, su mujer huele a animal, la fragancia a estofado de la vida misma, fue lo primero que le atrajo de ella. De Chole dice que “ no era un prodigio de higiene, y por lo general emitía un olor, más intenso a medida que avanzaba el día, a cachorro, como a rancio, el mismo que emiten las cajas metálicas de galletas vacías en las tiendas”. Los colores y matices también adquieren relevancia en las descripciones. Así encontramos el azul caramelo, o el azul Prusia, o Provenza, el amarillo canario o el verde limón. En otra ocasión aparecen un marrón simio, marrón sangre o un rosa cerdo, seguimos con un negro medianoche. Para que nos hagamos una idea, cuando describe la nariz de uno de los personajes, el coronel, emplea el pálido lavanda, el borgoña o el morado imperial. Nos ha sorprendido el cromatismo y la variedad de colores, por otra parte muy originales.
Otro de los aspectos que comentamos de la novela son sus constantes alusiones a la pintura. Impresionan las observaciones que hace Max al describir la obra pictórica de Bonnard. Con este recurso se acentúa el estatismo en la narración y el lector asiste a la explicación de una obra de arte. En otras ocasiones, cuando recuerda alguna escena que vivió, enseguida le viene la imagen de un cuadro, como el día que presenció cómo la señora Grace le lavaba el pelo a la niñera empleando una jarra. Lo asoció a la doncella de Vermeer con la jarrita de leche. La introducción que hace antes de mostrarnos esa secuencia nos da una idea de cómo la memoria y el recuerdo se complementan: “A la memoria le desagrada el movimiento, prefiere las cosa en quietud, y con tantas escenas recordadas veo ese episodio como un cuadro vivo”. (Pág.185) También compara a los personajes con cuadros conocidos. Por ejemplo a Rose la ve como a una madonna de Duccio o si se fija en su nariz un pelín desviada a la izquierda que cuando se la mira de frente se tiene la ilusión de verla al mismo tiempo de cara y de perfil como un retrato de Picasso.
Hemos analizado la personalidad de Max y nos hemos hecho muchas preguntas sobre su forma de actuar y el concepto que tiene de sí mismo. El hecho de que se refugie en la bebida , la búsqueda de la catarsis cuando decide ir a los Cedros, el sentimiento de rabia y el tono hiriente que utiliza corresponden al proceso que vive cualquier persona que ha perdido a un ser querido. El protagonista se define a sí mismo como un diletante: “Nací para ser un diletante, y tan sólo me faltaban los posibles, hasta que conocí a Anna. En toda mi vida jamás me importó que una mujer rica, o bien situada, me mantuviera”. (Pág. 174) También se avergonzaba de sus orígenes y siente resentimiento e indignación si alguien lo mira con superioridad. Está claro que desde su adolescencia quería prosperar, de ahí la fascinación que sintió por los Grace. “¿Qué quería de Chloe Grace, sino colocarme al nivel de la superior situación social de su familia, aunque fuera por poco tiempo, y por poco que me acercara? ”
Muy importante es el ritmo en la escritura de Banville. Metáforas, comparaciones y repeticiones lo hacen posible: “Déjame en paz, le grito en mi fuero interno, deja que pase de largo por la vieja pensión de los Cedros, que pase junto al desaparecido Café Playa, que pase de largo por los Lupinos y el Prado que fue, que pase de largo por este pasado, pues si me detengo seguramente me disolveré en un vergonzoso charco de lágrimas”. (Pág. 48).
Impresionante el final. Concluyen los dos momentos evocados: la muerte de Anna y un recuerdo de ese verano, en el que él está solo en la playa y sintió como si el mar se removiera y se vio transportado a la orilla y cayó como si nada hubiera pasado.
Emilia Méndez Pérez