Club de Lectura 10º Lecturas

                                                Fragmento de Hamnet  (Maggie O’Farrell págs. 53-54):

En la linde del bosque una niña.

Un inicio así encierra una promesa del narrador al oyente, como una nota que se desliza en un bolsillo, una insinuación de que va a pasar algo. Todo el que esté cerca volverá la cabeza y aguzará el oído imaginándose ya a la niña abriéndose paso entre los árboles, tal vez, o junto a la verde muralla de un bosque.

Y ¡menudo bosque! Espeso, frondoso, atestado de zarzas y hiedra entrecruzadas, con los árboles tan apiñados que en algunas partes, decían, nunca entraba la luz. Así pues, no era un buen sitio para perderse. Los senderos daban la vuelta y volvían al mismo sitio, unos senderos que apartaban a los viajeros de su camino, de sus intenciones. Soplaban brisas que no se sabía de dónde venían. En algunos calveros a veces se oía música, o susurros, o un murmullo que te llamaba por tu nombre y decía: <<Aquí, ven aquí, por aquí>>.

A los niños que vivían cerca del bosque se les enseñaba desde la cuna a no adentrarse allí solos jamás. A las doncellas se les recomendaba no acercarse, por lo que pudiera acechar entre la verde maleza. Lo poblaban seres semejantes a los humanos –habitantes del bosque, los llamaban- que andaban y hablaban, pero jamás habían puesto un pie fuera del bosque, habían vivido toda su ida envueltos en esa luz vegetal, entre las ramas enmarañadas y las húmedas entrañas del follaje. Decían que un perro de caza, un animal maravilloso de flancos lustrosos y colmillos centelleantes, se había zambullido entre los matorrales persiguiendo a un ciervo y nunca se lo había vuelto a ver. Siguió el destello blanco del animal y el bosque se cerró tras de él para no soltarlo.

Los que cruzaban por necesidad se detenían a rezar; había una cruz donde uno podía pararse y encomendarse al Señor con la esperanza de que Él lo oyera, de que lo pusiera a salvo, de que impidiera que los habitantes del bosque, los espíritus y los seres de las hojas se cruzaran en su camino. La vegetación cubrió la cruz, algunos dicen que la ahogó la hiedra envolviéndola en una madeja apretada. Otros viajeros confiaban en fuerzas más oscuras: había santuarios alrededor de todo el bosque y la gente ataban en las ramas tiras de la ropa que llevaban puesta o depositaban jarras de cerveza, pan, trocitos de cortezas y sartas de cuentas brillantes con la esperanza de aplacar a los espíritus de los árboles y que les franquearan el paso.

Pilar Pérez Lara